La maternidad y la paternidad primeras son actos
poéticos. La madre al iniciarse no sabe lo que es ser madre. El padre al
iniciarse no sabe lo que es ser padre, salvo por lo que otros, posiblemente
personas de sus respectivas familias, podrían haberle dicho. De hecho, todo el
vivir es un acto poético porque uno tiene que hacer suyo, en su propio vivir,
desde su creatividad, desde su sensibilidad íntima, algo que ha aprendido o
escuchado de otros: un acto poético es empezar a vivir el propio vivir de la
manera en que a uno le hace sentido lo que le han enseñado, lo que ha visto o
lo que antes pudo haber imaginado.
El bebé al nacer hace un acto poético al confiar de manera
implícita en el vivir de la mamá y el papá que nacen con él o ella, y en ese
proceso inventa un vivir único que no es
solitario, pues se entrelaza con el de otros. Los seres humanos somos poetas,
todos los seres vivos somos poetas al crear el vivir único que vivimos
escogiendo consciente o inconscientemente aquello que nos acoge, y rechazando
aquello que nos niega, en los mundos que los adultos también consciente o
inconscientemente, nos proponen desde su propio vivir.
En este entre-juego de poemas que la familia es como ámbito
de convivencia, los bebés traen una estrofa vital secreta que es también una
invitación poética y que parece decir: “ámame y te amaré, cuídame y te cuidaré,
y de ti aprenderé la ternura del convivir en el amar siendo como tú”. Y la mamá
trae también su estrofa secreta y que ella misma no sabe: “amándote te cuidaré
y en el cuidarte te mostraré la libertad de ser quien quieres ser, en el
encontrarte contigo mismo, respetándote en el amarte”.
Y el papá crea a su vez su estrofa secreta, difícil y
misteriosa, pero amorosa al mismo tiempo: “Ven conmigo y te mostraré el mundo
haciendo lo que yo sé, y preguntándome por lo que no sé”. La mamá y el papá
guían la mirada reflexiva de los niños y niñas al preguntar: “Humbertito,
Juanita, ¿se han dado cuenta de lo que están haciendo? ¿En verdad quieren hacer
lo que hacen?”, y al hacerlo les entregan al niño y a la niña la autonomía
reflexiva. El papá y la mamá guían la acción efectiva cuando el niño o la niña
preguntan: “Papá, mamá, ¿cómo se hace?, y el papá y la mamá al mostrar cómo se
hace desde la ternura que no tiene apuro ni falta de tiempo, le entregan al
niño y la niña la autonomía de acción en el placer y la seriedad del hacer
responsable.
Los niños y niñas como seres humanos vienen con tres tesoros
psíquicos o más al nacer: vienen amorosos, les importa el dolor de otros y
quieren acompañar y proteger: “mamá, papá ¿por qué llora este niño? ¿Por qué
ese viejito está triste?”. Vienen alegres y serios, les gusta aprender a hacer
bien lo que hacen: ¿cómo se hace mamá? ¿Cómo se hace papá? Yo quiero hacerlo; y
vienen lúdicos y curiosos, juegan, se ríen y quieren verlo y tocarlo todo…
También nacen con varias mamás: la abuela, la mamá, la nana,
si la hay, y las vecinas. Y con esas varias mamás vienen varias culturas,
varios modos diferentes de estar en la vida. Mi abuela era más hispana, seria
estricta, religiosa; mi madre, asistente social, era criolla, y después de
haber vivido varios años como niña india en una comunidad quechua en el
altiplano boliviano, su preocupación fundamental era cómo colaborar y compartir
desde el entender el convivir; mi nana, mujer de raíces mapuches, era tierna y
me enseñó el respeto a los padres a la vez que me mostró la potencia mítica del
lenguaje en todas las dimensiones del vivir y convivir; y las vecinas, doña
Blanca, doña Emma… eran refugio, a la a vez de miradas reflexivas sobre lo que
yo hacía en mi picardía infantil.
La familia era el mundo donde todo lo bueno era posible,
donde había gallinas que alimentar, gallineros que construir, gatos que
acariciar, techos que reparar, plantas que regar, árboles donde subirse para
tener soledad en la compañía de sí mismo; mundo donde el padrastro era compañía
y donde la mamá era la seguridad de la protección infinita: “niños el pecado no
existe, nada es bueno o malo en sí, las conductas son adecuadas o inadecuadas,
oportunas o inoportunas, y es responsabilidad de cada uno saber cuál es cuál en
cada momento”.
“Mamá, no me gusta obedecer, me gusta hacer las cosas que yo
quiero hacer por mí mismo”. No obedezcas, hijo mío, haz solo lo que tú quieras,
y se responsable con ello, acepta las consecuencias de lo que haces, porque con
tu hacer tú haces tu mundo, y tu mundo es con otros que te respetarán y amarán
si tú los respetas y amas. Ese era el hogar chileno en el que yo crecí, una
continua invitación a ser uno mismo, desde el Estado que te entregaba Educación
y Salud, y el querer ser uno mismo, devolviendo lo recibido: medio autoridad
hispana, medio autonomía indígena, en la rebeldía profunda de no querer ser
sometido.
La madre era el centro, el fundamento de toda posibilidad, y
el padre, si no faltaba y estaba presente, era acción efectiva, y si no estaba
presente y no había queja cotidiana contra él, la madre lo era todo, como
siempre en la fortaleza primaria del vivir mamá.
Ese es el Chile de las madres que yo viví. Pero había tres o
cuatro Chiles más, algunos invisibles para niños como yo, y otros que vi, y que
el verlos me amplió mi mirada y mi sensibilidad, permitiéndome ver, oír, tocar
y oler más lo que de otra manera no habría podido ver ni oír. Una vez mi madre
me llevó cuando yo tenía once años a que la acompañase a visitar a una mamá que
había pedido ayuda médica en el policlínico en el que ella (mi mamá) trabajaba
como asistente social. Fuimos al final de Macul, a Punta de Rieles. Más allá
era campo, y había un lugar artesanal en el que se fabricaban ladrillos. En esa
época a los once años se era un niño pequeño. En mi casa no había teléfono ni
radio, estos llegaron varios años después. El domicilio que íbamos a visitar
estaba allí; era un hoyo rectangular con un techo inclinado como mediagua; al
bajar vi a una mujer tendida en el suelo de la tierra sobre harapos y cubierta
por harapos, lo que me conmovió. Pero lo que más me conmovió fue ver junto a
ella a un niño, para mí menor que yo. Al ver eso pensé: “Ese niño podría ser yo,
pero no lo soy”. “¿Qué méritos especiales tengo?”. “Soy afortunado, vivo en una
casa, muy modesta, pero casa, voy a un colegio y como dos veces al día”. “¿Cómo
es que soy tan afortunado sin mérito especial alguno?”. “No es justo, pensé”.
“Y Dios, ¿qué hace, si siendo todopoderoso permite esto?”. “Además, pensé, hay
mamás ricas que tienen casas grandes para sus hijos, y niños del Mapocho que
viven debajo de los puentes y no tienen casa ni mamá”. ¿Cómo pasa esto? No es
justo me dije nuevamente a mí mismo… y seguramente lloré en secreto”.
“¿Y qué pasa con los niños y mamás indígenas? ¿Qué pasa con
Fresia, esposa de Caupolicán, que arroja a sus pies a su hijo indignada porque éste
fue derrotado”. “Y con madres como Fresia esos niños indígenas aprendían desde
pequeños a colaborar y compartir”. Fresia no era chilena aún, pero era de esta
tierra antes que nosotros, y todos los chilenos ahora tenemos algo de ella,
pienso ahora ante la pregunta que se me invita a contestar.
Todas las mujeres chilenas son madres chilenas, aunque no lo
sepan; todos los hombres chilenos son padres chilenos aunque no lo sepan; y digo “aunque no lo sepan”, porque si lo
supiesen no se permitirían a sí mismos o a sí mismas vivir inmersos en la
defensa de teorías con las que justifican el desamar, generando
discriminaciones que condenen a muchos a las limitaciones de la pobreza, a la
vez que sumergen a otros en teorías que justifican la adicción a la ceguera de
la sobreabundancia.
Usted, lector o lectora, es papá, mamá, hijo o hija chilena,
miembro de una familia y hogar chileno, ¿qué vivir quiere para sus hijos o
hijas chilenas si ya los tiene, o cuando los tenga? ¿Qué queremos para ellos
como comunidad humana y qué estamos haciendo? ¿Queremos la colaboración que
crea bien-estar desde el respeto mutuo y disfrute de la diversidad en una
convivencia creadora y conservadora de democracia en la armonía de la
antropósfera y la biosfera en una población estable?, ¿o queremos vivir en la
inevitable desarmonía de la competencia y el crecimiento continuo de la
población que llevan a la discriminación, la inequidad y la pobreza?
Las mamás y los papás lo saben: quieren colaborar y
compartir la continua creación y conservación del bien-estar en un convivir
ético y armónico sin el dolor del desamar que generan las trampas cegueras
psíquicas de la pobreza y la sobreabundancia.
Humberto Maturana. “7
hombres descifran a la madre chilena”. Madre, Familia y Hogar. Pág. 143-144.
Revista Ya, diario El Mercurio. 13 de mayo, 2013.